miércoles, 18 de julio de 2007

MARTINA

Se sentó extenuado sobre las raíces de una ceiba, frente a la iglesia y dando la espalda al mar. A sus pies se echó Gaitán después de dar un par de vueltas en círculo. Mientras disminuían sus jadeos, el sonido de las olas le llegaba con mayor claridad y le servía de descanso. Bebió un poco de agua de la cantimplora y la dejó caer a su derecha, junto a la mochila de cuero. Luego miró con extrañeza el templo pintado de amarillo y rosado. Ahora le parecía menos miserable que de costumbre, hasta pensó que podría casarse allí dentro y dejó escapar una sonrisa desprovista de burla. Detrás de él, volubles y eternas, las olas continuaban rompiendo contra las rocas. El capitán cerró los ojos y se preguntó si Martina aún le tendría reservado algo de sus días y de alguna manera seguía él allí, inserto en su gerundio, viviendo dentro de ella. “Vos sí existís -pensó el capitán-, ahí, a mi derecha, porque te oigo, porque veo tu sombra que es como una palmera y oigo tu voz que hace preguntas sin parar. Existís. Yo sé. Y sos pura literatura. Una nube de palabras, casi como zancudos en medio de la ciénaga, ocultan tu carota blanca y tu pelo enmarañado y rojo. Te leo el zancudero en la Maga del gigante, te escribo aquí o allá, sobre papel o en la máquina, y entonces aparecés, nítida como un sueño repetido y sé que hoy existís. Basta entonces con escribir la palabra "Martina", seguida de un simple "bebe agua en el jardín", para que estés bebiendo agua a mi lado. ¿Y si no fuese cierto? No importa, no necesita serlo. Existís y punto”.
El capitán volvió a abrir los ojos. No quiso girar la cabeza ni mirar otra cosa que la luz de los pedazos de sol que se colaban entre las hojas de la ceiba movidas por el viento. A tientas sacó de la mochila un cigarrillo, un fósforo, un lápiz y el cuaderno azul de hojas amarillas que Lucero le había regalado antes de dejar Medellín por última vez. Lo abrió con ayuda del separador y escribió, con trazos desmedidos, “Martina bebe agua en el jardín”. Puso el cuaderno sobre la mochila y dejó su mirada perdida en la campana de la iglesia durante varios minutos. Tuvo entonces una repentina sed de cerveza y se puso de pie al tiempo que despertaba a Gaitán. Al agacharse para coger la mochila vio que el agua de la cantimplora se había derramado sobre la tierra, dejando una sombra que ya comenzaba a evaporarse desde los bordes.

Intento en vano desoír al taxista; perderme en la calle, en el laurel que se escurre sobre el asfalto la lluvia mojabobos, en el amarillo semáforo –tan típico de los martes– que en Envigado se enciende a dúo con el rojo antes de pasar al verde que nos acerca.
El conductor acelera en primera y vuelvo a oír. Lo miro. Parece borracho. Quizá sea prejuicio, pero me divierte pensar en su barba, descuidada y pueril, su calva avanzada en su viaje hacia la nuca, limpia de pecas y lisa, reflejando la lucecita amarilla de la farmacia que pasa del otro lado su ventanilla. Es un santo. Tengo ganas de reírme y me río sin recatos. San Ignacio se siente aludido.
—Sí, es que dan risa de lo malos que son. Yo no culpo a esos hiueputas; si nos pagaran por no trabajar, tendríamos vida de carnaval ¿Sioqué?
Desde adentro contesto y le oigo:
—Si home. Una vida de carnaval es lo que nos merecemos.
—Nosotros sí. Pero no esos hijueputas jugadores, les pagan por jugar y uno trabajando, planchando culo toa´la noche y toa´la vida.
Llegamos a otro semáforo, parece haber un accidente y el ánimo del conductor decae con el ritmo frenético de su lengua.
—Reducción al absurdo —murmuro sin intención.
— ¿Qué me dice usté?
—Nada… que por eso es que se dan vida de carnaval.
Reparo un instante en el golpe resignado que recibe el volante al detenerse el carro. Un sobrio suspiro y una expresión de desaliento, quizá de cansancio. No está borracho, o tal vez sí, pero ya no me parece. Rojo a dúo con el ámbar y luego el verde. ¿Qué falta? Evaluemos: no soy feliz. Intento otra cosa, por ejemplo: de noche Medellín está pintada con una suerte de cromatismos naranjas. No soy feliz. ¿Qué pasa? No sé, no es el naranja.
Veo el letrero oscurecido y viejo de la tienda de Don Camilo. ¿Cuántas veces habré salido de esa cantina, solo o con los músicos, pero siempre borracho? ¿Cómo saberlo? Sólo recuerdo que la última vez, hace unos quince días, Jorge me decía que el olvido no existe y yo le decía que el que no existía era el recuerdo.
La esquina del parque. Taxímetros El Mago: 8900. Le doy uno de diez mil, me da uno de mil y vacila buscando una moneda de cien.
—Déjelo así. Feliz noche señor.
Aún ahora que su rostro se enciende bajo la lucecita del retrovisor, se me parece a las imágenes de San Ignacio.
—Gracias mijo.

Del parque llega la voz amplificada de un payaso. Me molestan las eses y las emes —mme mmolesta el vicio de exagerar lass consonantess inicialess y finaless. No es un payaso, ahora lo sé porque le veo del otro lado del parque, subido en el escenario. Ese debió ser tu puesto. Llegué tarde.
Me acerco a la tarima. Estoy equivocado, no es tarde. Veo a mi primo, el genio de la familia vestido de naranja, seguramente fumado, afinando el bajo, probando las cuerdas con la mano derecha, con la izquierda girando las clavijas, libre de ansiedades, tranquilo y confiado. Sin embargo no mira al público, el concierto no comienza aún, mirarlos sería aceptar su presencia, fatal para el artista. El actor es desnudado siempre por los ojos del público, y al desnudarlo, en lugar de hallar al artista, encuentran al personaje y le aman. ¿A quién van a aplaudirle al final: al personaje, al artista, a la obra…? En todo caso, no mirarlos antes. No cara a cara.
No han comenzado. Algunos de los músicos suben y preparan sus instrumentos. Se oye un golpe al redoblante, un acorde con efecto en la guitarra; “¡hágalen pues!”, grita uno del público con poca aceptación; “aló, sonido, aló aló…” ¿De dónde viene tu voz? Es la tuya, lo sé: nítida, firme, arena humedecida en tu garganta.
Atravieso el parque por el sendero central, los arbustos y las flores del jardín ocultan la tarima, luego el gentío ansioso. Prefiero verte de lejos. Camino en dirección opuesta a la tarima, conteniendo el deseo de mirar hacia atrás. “Sonido, aló aló”. No aguanto más, me doy vuelta y miro hacia la tarima. Falda blanca, larga y arrugada desde los tobillos descalzos hasta la cintura, blancos los hombros desnudos, blanca también la camisa, la iglesia y la luna con dos días menguando. Evaluemos: soy feliz. Era el blanco lo que faltaba. Lo encontré primero en tu voz, pero no reparé en el color. Ahora en tu cuerpo no puedo confundirme más. Has blanqueado la noche, he desnudado tu personaje porque tú no me has visto ni me verás hasta que acabe el concierto, cuando yo sea el único de todos estos que tenga tu voz. He desnudado tu personaje, y lo amo.

***

Somos sólo un prólogo. La esencia de lo que vivimos tiene sentido únicamente en las páginas por venir. La esperanza, la ilusión de encontrar las palabras precisas para el sentimiento aún inefable. No me gustan los prólogos, pero muchas veces un libro ha tenido un matiz diferente gracias a las consideraciones preliminares, sobretodo, cuando lo escribe el autor. Leemos el prólogo o dejamos el libro, pero no podemos saltarlo. Prólogo inexorable; eso somos.
Veo el partido. Colombia, ya eliminada, enfrenta a EE.UU. Recuerdo las injurias del taxista de anoche. Tenía razón. Pasan ya las siete de la noche, no sé dónde estás. Y no sufro, contigo no sufro, pero quisiera salir a caminar. Es como alargar un poco el prólogo sin que por ello se acerque el primer capítulo. Al caminar nos hacemos libro en la medida en que sin comenzarlo ya formamos parte de él. Concebimos las ideas que nos unen, el sentimiento que nos une.
Si no llegas saldré solo, o quizá salga con Baena.
Necesito calle, aire, pequeñas lejanías, pero tú no has llegado.
Me voy entonces, con Baena.

***

Llamas tarde. Dices estar enamorada de mi papá. Sabes que me complace oírlo, porque lo quiero y me gusta que se quieran. Luego me dices que piensas en mí, que me quieres. Tu voz conserva en el teléfono su altivez, como un amorcito furtivo que de apoco te descubro pese a tu loca manera de hacerme saber las cosas. Abrumado por seis horas de calle (¡peripatético!), cualquier cinta de humo me recuerda a ti, cualquier olor es el tuyo, cualquier árbol tu pelo y cualquier sonido la voz tuya. No hay palabra desimantada de ti cuando llegas a mí garganta y te trago, cuando en el estómago te mueves como un pulpo, ávida de brazos, en tu tinta melancólica. Recuerdo entonces, otra vez, que somos un prólogo.
De la mano o abrazados. Así te gusta caminar. Me cuesta deshacerme de la costumbre de cruzarlos cerca de la Cuarta y la Tercera o en el pecho.
He de confesarlo, amo más tu mano cuando está sobre la mía, más tu brazo a través de mi espalda. Que sensiblero soy. Mejor fumo un poco y preparo café. Mientras, podría gozar de los movimientos del pulpo.
La cafetera está todavía en la casa de arriba. Hay que calentar el agua en una cacerola. Espero bebiendo jugo. Tomate de árbol. Reparo en la idea y repito concienzudamente: “tomatediárbol”. ¡Qué tecnología! Las llamas azules del fogón, color cielo de Bariloche al amanecer. Tomate de árbol. Aparecen las primeras burbujas en el fondo, todavía no suben, es suficiente para el café. Esperaré a que se quede tibio para tomarlo a grandes sorbos y calmar la sed.
La amargura, del café por supuesto, es más un vicio que un capricho. Agua tibia y amarga con sabor a granos tostados de café. ¡Ah! Qué vicio tan fácil, tan natural. Beberse la amargura con cafeína, dejarse anegar por su negra profundidad, sus bordes espumosos, por la simpleza del agua que ha devenido café en su ciclo eterno.
Padezco pereza pasajera, a lo mejor el tinto disipe un poco los vinos que bebí con Baena. Quisiera escribir esta noche sobre la noche de los frascos, pero me siento fatigado y tal vez un poco ebrio todavía. No puedo dejar de escribir sobre esa noche. Pero no será hoy. Por lo menos no creo, porque ahora nada más sonaba Tiersen, y sentía la inspiración suficiente y pensaba que podría, pero no puedo. No puedo hacerlo hoy. Podría doler y tengo suficiente con un uñero entre el anular y el índice.
No logro saber cuándo partiré. No será mañana, como me lo pediste en tu llamada, tampoco el sábado. Quiero irme y me confundes, me hago daño contigo, nos hacemos daño construyendo una ilusión por las calles de Santa Teresita y la Bolivariana, por los parques de Conquistadores llenos de perros (Gaitán, Gaitán).
¿Recuerdas la noche de los perros? Me asusté tontamente porque no los había visto montados todos sobre la carreta. Después del susto rompimos a reír como niños y preguntamos los nombres de cada uno. Al final le pedí al vagabundo que llamara Gaitán al próximo perro que recogiera. Tu rostro casi me reprendía la confianza con el hombre de los perros. Pasabas la mirada por la carreta con asombro, igual que yo, y seguramente también tú pensabas que era hermoso que estuviéramos allí y no en Tahití bebiendo martinis o en Puerto Mont masticando mejillones secos y mirando el volcán del otro lado de la tarde. Completa calma cuando la ansiedad desaparece en catorce perros, en el puente de Bulerías que desciende hacia el parque de Belén o hacia el estadio; completa calma cuando me abrazas enamorada de mi amor por los perros, de mi risa, de mi miedo. Un sueño se siembra entonces, una ilusión, una esperanza: un prólogo.
Ya sé, prefieres los gatos, pero la noche de los perros no se te olvida. Escribiría sobre una noche de gatos si no fueran tan escurridizos, tan solos y escurridizos.
¿Caminamos así nosotros? ¿Vagabundeamos en la existencia como perro y gata, soñando con un amor doméstico en medio de la selva o del desierto? Quizá, pienso, pero vale la pena. No olvidés seguir los perros del General. Recordarás con nitidez nuestra noche de perros. Aunque prefieras los gatos.

***

Ella dormirá fuera de la ciudad un viernes y él, encerrado en su habitación, con sólo dos cigarrillos y una enorme melancolía, pensará seguramente que todo estaría mejor si Ella estuviese allí.
Se preguntará por qué le resulta llevadera la existencia cuando está junto a Ella, pero no encontrará respuesta. Seguirá escribiendo porque no tiene otra manera de purgar tanta nostalgia. A lo mejor termine de leer Madame Bovary pese a lo aburrido que se le antoja. No pasa nada entre tantas cosas adjetivadas, se dice, está más cerca de la pintura que de otra cosa. ¿No será acaso parecido a la manera en que nos deshacemos de las historias describiendo lo que veíamos del otro lado de la ventanilla? No soy un gran admirador de la pintura, eso está claro. Así pensará Él quizá, mientras Ella juega.
Bastará entonces con que hablen un par de minutos durante la noche para que la esperanza se renueve, para que la magia prologal continúe intacta. Un día sin leer.
El viernes no llegará a las seis de la tarde todavía. La noche será sólo un rayo naranja sobre el alto de Boquerón. Ella no sabrá aún que su noche será tan larga como siempre, y Él, mucho menos.

***

Se cosen las horas desordenadamente, pasan hilándose las épocas, pasa todo por la ventana y se abruman los recuerdos como a la sombra de una ceiba o de un almendro.
Silencio. Hoy no hubo palabras entre nosotros. Fuimos un acto de fe. Nadie llenó el alma con su falda blanca, no inhalé tu perfume dulzón de corta distancia, tu voz silenciada, tus ojos de otra lejanía. Hoy nos pensamos, cogito sin sum.
Tampoco el parque del Poblado existía. Todos los que estaban ahí sentados, bebiendo cerveza, ufanándose de sus extravagancias, emperifollados para la ocasión, los que sostenían el vaso de cerveza con el temple de los Taskerson: ninguno existió, ninguno tuvo sentido. Pancerotis fríos. Olor a fritanga mezclado con marihuana. Amarillos de taxi. Ciudad de noches naranjadas. Luna en cuarto menguante. Nada, nada hizo más que estar ahí.
Ojalá vos hubieras estado conmigo, otra sería la historia, porque le vas dando vida a eso que antes de ti era inerte. Eso fue lo que hiciste conmigo, quizá eso sea lo que hacés. “¿Sabés volar?”.
Infantería desde el parque hasta la casa de papá, hablando de literatura con Baena. ¡Los libros, Dios mío! Hasta San Diego, Pasternak y su Doctor Zivago. Rechazó el premio Nobel de literatura para no separarse de su familia ni de los paisajes rusos de invierno, las fábricas, el humo de los trenes y la eterna melancolía por el pasado que se desgasta, la sangre de un pueblo sobre la nieve y el silencio; todo esto estaba allí, cerca de Castropol, del Belfort, en los ojos de las prostitutas que nos cruzaban miradas de esperanza y nos estremecían. La inexistencia rondaba por allí, la Nada salió a caminar. Pasternak murió cerca de la Avenida Oriental.

Una mujer vomitaba desde la ventanilla de un Mercedes Benz que se había estacionado justo debajo del puente sobre la 33. Algunos policías observaban y contenían la risa. Del interior del carro, pese al polarizado, se proyectaba una sombra con gestos iracundos. La pobre mujer, rubia, desbaratada y pecosa, se quitaba restos de vómito del pelo. Sentí por ella un amor lastimero, pensé en su próximo amanecer. Sus brazos vencidos descansaron por fuera de la ventanilla, ebria y resignada dejó caer también su cabeza al tiempo que le invadía un llanto ineludible. Mi amor se convirtió entonces en una inmensa comprensión y sentí asco, primero de ella y luego de mí. Más prostitutas nos miraban pero ya no me estremecían. La moral monta en Mercedes y vomita por la ventanilla mientras las putas trabajan.
La 33 de subida. Semáforos en rojo intermitente. El metro cerrado. Una loquita drogada que gritaba los gozosos desde su cama de cartones. Panel electrónico: 2:01 a.m.; 20ºC; 56 db. El río una masa negra con brillos de naranja pastel, recto su curso silencioso hacia el norte, hacia el mar, hacia la sal.
— ¡Fluye! ¡Fluye! ¡Serpentea en tu cauce de fin avisado! —le grité con tantas ganas a la masa oscura, que me creí vehemente.
Ay, si sólo hubieras visto el río todo hubiese existido esta noche. No existió. En vano comimos perro debajo del puente, en vano tomamos tinto y fumamos con los últimos recodos de la conversación, nada existió.
Es fácil imaginarlo ahora: el río, las putas, la mujer de la ventanilla, Pasternak. Todo está imaginado, pero, ¿está? Sí, como el pan en el olor a pan, como la novela en el prólogo. Ahí están las cosas esta noche, ahí siguen, ahí están siendo puente, puta o vómito. Nada existió.

***

Debés estar en misa, mirando hacia el altar, oyendo la homilía o dejándote llevar por conjeturas, o por cualquier otra cosa; oyendo voces y murmullos humedecidos por la arquitectura de Santa Teresita. Dijiste que esta noche me la dedicarías. Estoy ansioso. Leo a Bobary, no he podido lograr que me divierta, una lástima de obra magistral.
¿Por qué no nos gusta todo? Tenemos que ir escogiendo, poniendo oes, desjuntando los hilos urdidos del tiempo. La “y” es para una vida suntuosa. Quiero esto y quiero aquello, puedo lo uno y puedo lo otro, el pan y el queso, el mar y vos. No, todavía nos falta mucho para conjuntar como es debido. Necesitamos la “o”. Hacemos esto o hacemos lo otro… ¿el mar o vos? Maldita sea.

***

—Aló. Hola Corazón. ¿Cómo estás? ¿Estás en casa de tu padre? ¿Sí? Te llamo en dos minutos.
Enciendo el televisor: Brasil golea a Chile 3-0 en media hora del primer tiempo. Suena el teléfono, contesto, es una voz femenina:
— Buenas. Juan Pablo por favor.
— ¿De parte de quién?
— Amanda, del Banco Azul.
Mi padre me hace señas, comprendo inmediatamente. Estoy irritado. Pensaba que eras vos la que llamaba, me había ilusionado. Ahora necesitaba mentir con la ternura que iba a contestarte.
—Él no está. Si querés anoto la razón.
—Sí —asiente con un suspiro de sospecha. Dígale que tiene un sobregiro de seis meses; que tiene que consignar 5 pesos de la deuda y 250 de intereses en la oficina central de recaudos.
—…de-re-cau-dos. Bien, yo le digo. Sí. Con mucho gusto. Adiós.

Brasil marca el cuarto gol. Suena el teléfono, contesto. Es tu voz.
—Hola corazón —un murmullo indefinido de voces alegres llena la habitación.
—Doctora.
—Ya voy para su casa. Hablé con Vito, para que saliéramos. Dice que a Ana Gómez, una vieja que vos debés conocer de la universidad, terminó con el novio y necesita estar con gente.
—Bueno doctora, usted manda. Aquí nos vemos.
—Te quiero.
—Yo también. Chao.
—Chao.
Cuelgo el teléfono. Estoy ansioso. Podría leer hasta que llegues. Tomo el libro, lo huelo, lo abro en la página señalada con un volante promocional de fiesta nocturna. Este libro hay que escalarlo.

***

Suena el timbre. Suelto el libro, lo separo con el amuleto kamasutra tallado en ébano, el que me regaló mamá. Voy a abrir. ¡Ah! Que hermosa eres, que joven. Sacudo mi mano en el aire. Tus padres, a dúo, retribuyen mi saludo y el mazda se pierde cuadra arriba.
Te abrazo con tres días de ausencia. El murmullo que había comenzado antes de que llegaras es ahora un coro de niños que cantan en francés; todos bien peinados, camisas bancas de seda, corbatín azul para los niños, rojo para las niñas. De golpe todo ha logrado existir de nuevo, las paradojas de ayer son ya obsoletas, la vida es gerundia otra vez.
Te sientas en el suelo, estas cansada. Me cuentas de lo poco que has dormido y de lo mucho que necesitas un rato de cama. Te ofrezco café, prefieres agua pero torpemente te sirvo café. Es la costumbre.
— ¿Qué es lo que tanto te gusta del suelo?
—Que no se acaba —respondés de memoria.
—Buen punto. ¿Te sientes parte de lo inacabable o parte del suelo?
—Me siento chiquita y arrastrada.
Brasil marca el quinto. Película: Goodbye Lenin.

***

Estamos besándonos con caricias acompasadas y abrazos de veinte pulpos, las lenguas se mueven, los oídos están vigilando el otro lado de la puerta, las manos flotando, casi frenéticas, llevadas por su mente dactilar, excitándose al tiempo que se excitan también nuestros pies, nuestras rodillas, nuestras vertebras…
Nos hemos desnudado. La oscuridad de la habitación, invadida de mar, de humedad y deseo, se atenúa con la luz de nuestro cuerpo. Nos hemos anudado. Ahora somos uno solo, que jadea y gime, que busca aire y se mueve apremiante. Movemos este cuerpo hasta desgastarlo, hasta sacarle toda la mella de las ausencias. Cada beso represado por las apatías del tiempo desfila por el techo de la habitación. Nuestras manos, débiles sobre nuestra piel, acaparan cuanto pueden de estos instantes, para alargarlos, para detenerlos, para guardarlos.
Los gemidos son ahora más intensos, estamos soldando nuestra existencia, jadeamos, nos falta el aire, nos retorcemos, pasamos los dominios de la cama, el suelo está frío, el suelo no se acaba, no se acaban los jadeos, los gritos reprimidos, se acerca, nos arrastramos, nos amamos. Coito. Non cogito.
El suelo es inagotable. Somos demasiado pequeños.

II


A eso de las cuatro de la tarde, cuando apenas despertaba, cogió del lado del colchón la sábana y buscó palmo a palmo un olor, una evidencia de ayer. Luego la apretó contra su rostro, inhaló profundamente, encontró el olor dulce mezclado con sudor, sintió sus pies y sus mejillas, sintió un abrazo y oyó palpitar su corazón. Túntun; túntun; túntun; tic-tac; tic…
El reloj de pulsera, oculto de alguna manera entre los repliegues de la tela, cortó de a poco la ensoñación. “Vida hijueputa, tiempo hijueputa. ¿Cuándo se van a divorciar?”.
Hoy no ha salido de su habitación más que para servir café. Ha tocado un par de canciones que le evocan el mar, ha leído el periódico, ha visto el partido de Argentina y el de México, ha escrito un poco y ha avanzado con dificultad unas 50 páginas de Bobary; todo sin salir de su habitación.
No está triste, antes pareciera gozar de una calma inédita. A ratos arma un cigarrillo y se fuma, acompañado de un café, el mundo entero. Recita lo que recuerda de un poema y con un verso agarra una reminiscencia: el suelo inagotable de ayer.
Hoy todo le ha parecido finito. El suelo ha sido área sin trayectos. La existencia le resulta reconocible de cabo a cabo, pero pretérita también. Para hacerlo llevadero, siempre fuma un cigarrillo de la cajetilla, lo pone en su boca y espera sin encenderlo para controlar un poco la ansiedad. Mira entonces la página en blanco, la barrita negra que titila como un segundero nervioso, respira conteniéndose para no hacer nada, sólo pensar. Su mano derecha quiere encender el cigarrillo, la izquierda tomar café; sed, hambre, una piquiña en la base espalda; piernas aceleradas al ritmo frenético de la barrita; la boca hecha una pelota de tenis que contiene a una de fútbol que contiene un planeta que contiene a una galaxia: ansiedad.
Hoy logró contenerse tres veces. Fue fácil gracias al fresco recuerdo de ayer. Ninguno de sus demonios pudo salir de su contenedor. Aplicados y en calma, sentados y medicados, por intervalos, frente a su máxima entretención, no pudieron ser menos problemáticos.
Sin existencias, el día no le había hecho merma alguna. La soledad fue llevadera en casi todos los instantes, porque los recuerdos, lejos de ser calcinantes o hermosos, estuvieron reducidos a imágenes brumosas, excepto el tacto, que tuvo a flor de piel la piel de anoche.

***

Con el vaso en la mano, Camilo se agacha y pone un CD sobre la bandeja del reproductor, luego mira la pantalla y escoge la canción que estaba buscando. Alcanzo a ver: track 07. Suena un sintetizador, crescendo, una guitarra sensiblera y una flauta, luego minimalismo exagerado hasta un calderón; silencio, una boca que se llena de aire:

«Reclinada niña tu frente sobre mí».

— ¿Qué pusiste? No lo conozco —jamás había oído aquella letra, lo recordaría.
—El romance del cacique y la cautiva —me contesta orgulloso.
— ¿De dónde te sacaste esa mierda?
—Internet. Vos sabes.
—No me vas a decir que te gusta.
—No, no me gusta. Me acuerda de la finca de Manizales. ¿No te acordás?
—Nada.
—Mirá —comienza convencido de que terminaré por aceptar que la conozco—: ¿Te acordás que cuando fuimos a Manizales, si no me equivoco la segunda vez, estuvimos en un bar de boleros?
Una imagen violácea y turbia se comienza a dibujar con trazos indecisos.
—Sí. Seguí.
—Ese día apostamos con Jorge: si él invitaba a bailar a una pelada que estaba en silla de ruedas, nosotros pagábamos la cuenta.
Rojos corazones de neón y mosaicos de espejos en todas las paredes, manteles cuadriculados y velas encendidas en el centro de cada mesa. La muchacha de la silla de ruedas, vestida con una blusa rosada y un pantalón suelto de algodón, reía sin timidez en una mesa dispuesta a lo largo del bar para toda su familia. Jorge estaba asustado, pero dispuesto a enfrentar la vergüenza, a cambio, claro está, de un considerable ahorro.
—Cuando vos, ya borracho, te fuiste a pegarle al hermano de la niña, después de que Jorge había logrado calmar a los padres, explicándoles que todo había sido una confusión, justo en ese momento, comenzó a sonar esta canción.
—Claro, es cierto —ahora recordaba nítidamente aquel instante, la canción estaba ligada al rostro de la muchacha y yo quise pelear impulsado por los celos. Que hijueputa pelea armamos.
— ¿Armamos? La armaste vos, guevón. Y la pagaste vos. Qué paliza te dieron marica.
—Sí. Hasta la chimba. ¿Cómo es que se llama el que canta esa cosa?
—Oscar Golden.
—Oscar Golden —el rostro de aquella mujer impedida se hizo entonces nítido, perfecto por un instante y luego perdió interés.
Camilo me promete que la próxima tanda será de “mejor gusto”. Voy a la cocina, sirvo en un par de vasos: hielo, ron, tónica, limón y dos gotas de tabasco. Enciendo un cigarrillo y alcanzo a oír en la habitación unos acordes sincopados que parecen llegar caminando, como los últimos pasos de un hombre cansado antes de llegar casa. Entro y dejo los vasos sobre la mesa, le doy una fumada al cigarrillo, me siento, exhalo y oigo al negro:

«turn your lights down low”.

La canción evoca primero una noche en Sapzurro, pero parece envenenado de nostalgia y lo ignoro (eso son cosas de mi capitán). Luego, una lluvia suave, diez campanadas en la torre de una la iglesia, vos que no llegabas. Un viejo vagabundo dormía debajo de las escaleras de un puente peatonal: vos no llegabas.
Dos hombres con guitarra se bajaron de un San Javier 307, esperaron, repartieron algunas monedas y se montaron en un Floresta-Estadio 206: vos no llegabas.
Más buses, más taxis, más motos en el río luminoso de doble vía y vos que vas llegando por la esquina de la carnicería Rojacarne. Ya tenía preparados los audífonos, sin hablar puse uno de ellos en tu oreja derecha y otro en la mía y luego nos abrazamos con firmeza. Cuando comenzó la melodía, el abrazo se nos volvió suave y bailamos sin fricción en el atrio de aquella iglesia. De no ser porque el vagabundo aplaudió risueño, fingiéndose conmovido por nuestra escena, aún seguiríamos allí.
Camilo se ha dormido, no son ni siquiera las dos de la mañana. Lo miro. Es un buen tipo, admiro su talento. Ebrio ya, oigo en su voz alguna canción de KISS en el Sweet Rock, Love Song en una tarde fría de Manizales, Walking on the moon junto a una chimenea en El Bolsón.
He andado mucho con este tipo, y casi todas las buenas historias que podríamos contar están disipadas por toda América y parte de Europa y también, casi todas, ligadas a una borrachera.
Sí, mi amistad con Camilo necesita de media botella de aguardiente para ser llevadera. Y lo cierto es que no sólo se hace llevadera: nos arma de tal valentía, que hemos terminado sentados en las calles de Buenos Aires, buscando un poco de marihuana para celebrar el cumpleaños de su padre, muertos del frío, cansados de caminar, veintidós días y veinte cervezas después de un capricho, a la salida de clases, un jueves cualquiera de mayo.
Ahora yo me voy. Quizá —como siempre— ésta sea la última vez que nos emborrachamos. Ahora comienza una canción de Manu Chao: guitarra melancólica y despaciosa, arrastrada y encerrada en dos únicos acordes; un silbido en el fondo:

“El viento viene, el viento se va
por la frontera”.

***

El capitán, con rostro insensible y mirada perdida, sentado en la punta del muelle, divisaba la pequeña línea de horizonte que se colaba por la bahía. Pensaba en Martina mientras seguía con la vista una barca que entraba. La tarde coqueteaba en occidente con reflejos violetas, viajaban en largos cirrus de sur a norte, surcando el golfo, lentamente, hasta perderse sobre el Caribe oscurecido.
—Mirá Cuché —le dijo al moreno, que andaba distraído, lanzando piedrecitas al agua— el mar también se acaba. No hay un sólo mar sin orilla. No hay océanos sin orillas.
Cuché lo miraba absorto. Estaba acostumbrado a oír las divagaciones del capitán, pero esta vez había comprendido sus palabras y reflexionaba. Había vivido siempre frente al mar, siempre en el mismo lugar, y pese a ser de familia de pescadores, jamás había navegado más que hasta Acandí, el día que se casó su hermana. En aquella ocasión vomitó tanto durante el viaje de regreso, que su padre decidió no llevarle jamás a la mar. Desde entonces Cuché se dedicó a labores domésticas, ayudaba a su madre con la huerta y trabajaba en uno de los dos restaurantes del pueblo. Cuando el capitán llegó y pidió un ayudante, Cuché, cansado de servir gaseosas y cervezas, pero sobretodo cansado de su jefa, se ofreció para trabajar junto al capitán en la construcción de su velero. Desde entonces pensaba en el mar con renovado deseo, y como no había reparado en la posibilidad de otra orilla para concebir su océano, las palabras de su patrón le sonaban reveladoras y ampliaban las posibilidades de su imaginación.
—Y las orillas, señor, ¿también se acaban?
El capitán dudó un instante y luego contestó con un suspiro que a cuché le pareció cargado de derrota:
—No, mi querido Cuché; las orillas no se acaban.
El muchacho se levantó confundido y fue a buscar piedras planas para hacer sapito. El viejo se quedó mirando morir un día más. La pregunta de su ayudante le había abierto una herida y ahora evocaba con tristeza y enfermiza melancolía la noche de los frascos. No era el recuerdo nítido de otros momentos, ahora le dolía el mar, le dolía porque había preferido sus orillas, renunciando al regazo de Martina. Pero no era un capricho, él lo sabía. En esa certeza de que todo había ocurrido como debía ser, o al menos como él mismo lo había inducido; en la certeza de que aquella soledad era tan merecida como buscada, encontraba el capitán el único paliativo para su nostalgia.
Allí permaneció sentado hasta la madrugada. Cuché estuvo con él, callado y respetuoso, hasta que sus ojos se pegaron del sueño, entonces se disculpó y se fue a dormir. Ya solo, el capitán lloraba a ratos. Aprovechaba cada momento de susceptibilidad para cazar una reminiscencia. Le parecía justo el precio del desasosiego y de la melancolía a cambio de la pureza de sus recuerdos en los momentos en que, invadido por una inefable vulnerabilidad, se dejaba sacudir el alma hasta el llanto. Amó a Martina toda la noche y maldijo su soledad. Cuando el azul mañanero irrumpía en el golfo, recitó poemas de memoria y en voz alta. Parecía ebrio. Con el sol ya sobre la línea del horizonte, el capitán, extenuado y muerto del sueño, imaginando el cómodo vaivén de su hamaca, se fue cansado para la cabaña. Al pasar por la iglesia, miró enternecido una paloma que picoteaba un pan rancio, suspiró y continuó cantando: “Turn your lights down low…”. Ya ningún recuerdo era nítido cuando cayó dormido sobre la hamaca.

***

Demasiado cerca Una de ellas con mirada perdida ¡Renoir! ¡Renoir! La niña pelirroja se detiene frente a la botella de güisqui Un gusano fuma opio del otro lado del espejo porque le gusta el opio del otro lado del espejo ¿qué le molestará de éste lado? Azul y baboso No mira por las ventanas porque le tiene miedo a las ventanas porque no sabe nada de ventanas porque las ventanas dan todas al muro del patio Diga sí señor gusano que la muchachita de pelo rojo le está mirando y no querrá usted incomodar a su madre Mire que ella la cuida como a ti te cuidaban como a ti te cuidaban Como a ti te cuidan ahora con vino con vinagre con aceitunas y pan fresco Tranquilo todo va a estar bien señor gusano al menos no es usted un escarabajo dé gracias a Dios porque Dios es como una ventana dentro de una ventana y sabe mucho de escarabajos Le tengo miedo a la ventana Las campanadas de las seis llegan por la ventana La niña mira la botella el gusano mira la botella la niña ve al gusano el gusano ya no ve la botella La botella está hecha trizas en el suelo y el licor huele a licor y se esfuma de a poco en aire y no lo embriaga El gusano inhala y la niña llora No quiere irse no quiere que se vaya el espejo no sabe para dónde ella podrá irse en el mundo del otro lado El gusano no es de confiar no hay más botellas y el aire no se embriaga no se embriaga…

***

Despierto.
—Espero tu llegada o tu llamada ¿te parece? —Estoy sonando muy tosco, grave, serio, frío—, así yo no me impaciento y tú no me ilusionas —esto parece una analogía, me estoy enterrando el cuchillo.
—Como quieras corazón, pero es de verdad que no quiero ir. Estoy como desalentada.
—Ve. Y yo te espero.

***

Una fila de hormiguitas sube hasta el cerrojo de la puerta y después dobla a la derecha, unos tres palmos, hasta llegar a un trozo de menta. No me explico cómo llegó allí el cristalito de azúcar. No lo quito, me divierten las hormigas, son como las horas; van en fila sobre la presa hasta acabarla y luego, sobre el suelo inagotable, dibujan otro senderito. Las horas no siempre terminan en un dulce de menta. La que acaba de pasar, por ejemplo, se dirigía a ésta, y ésta parece dirigirse a una noche de lo más normal.
Creo que soñé ayer con un espejo, tengo que contarle a Simoncito, el inventor. ¿Qué dice el espejo del tiempo? Se ríe de él: “sólo vos no podés entrar, le dice, y no es que no quiera yo que pasés, es sólo que no podés entrar. Ni siquiera tú, reflejo Bobarino, ni el menor de tus prestigios, porque todos dependen del tiempo y están constituidos de tiempo y manoseados por el tiempo. Todo eso está fuera del espejo”. Entonces el tiempo le contesta con ademán de suficiencia. “También a vos te llagará la orilla, es sólo cuestión mía”.
Las hormigas siguen en la pared, la masa que hay debajo de un cúmulo de ellas no debe haberse acabado aún, no debe tomarles mucho tiempo más. Ahora me parece que son más, la fila está congestionada. Se van, con lo poco que pueden lamber, para el hormiguero (maraña de urdimbres tejidas). ¡Las horas! «Mirar la vida a la cara… mirar siempre la vida a la cara… y conocerla… tal y como es… amarla tal y como es. Y luego poner fin a ella». ¿Cómo estar aquí puede ser tan grato durante unas cuantas horas al mes? ¿Qué comerán mañana las hormigas? Acaso no encuentren nada más que polvo. Igual seguirán vivas, con hambre de coincidencias.
No aguanto más. Tú no llegas, el teléfono no suena. Necesito aire. Fumo. Me voy.

***

¿Te recordaré bebiendo Martini dulzón en el Café Allegro, doblando cuidadosamente una servilleta hasta convertirla en un barco, bebiéndote mi cerveza y negándote a pedir una? No bastará. Y si no me bastan las horas contigo, menos lo harán unos pocos recuerdos frente al mar y los meses.
—A vos no te importa. Mirá: ahora estás callada y firme, ni las ballenas del pacífico ni yo ni nada, nada te duele en la cara. Allá adentro —de seguro tan caótico como esto aquí— sabrás vos si hablo de vos o de la que vos sos conmigo o de las dos o de alguna otra combinación o de alguna otra cosa, en fin, vos sabrás qué hacer con tus días sin mí — ¿Qué estoy buscando?
—Yo sé. Serán muchos hoys, no puedo decirte nada ahora de ninguno. Ni siquiera del de mañana. Lo que sí puedo hacer es decirte que te estoy queriendo, que es real mi mano sobre tu mano dentro del bolsillo de tu chaqueta mientras estamos caminando.
—Gerundia.
—Esa palabra… ¿existe?
—Es un adjetivo precioso. Sería una lástima si no.
Acaricio tu pelo, siento una gran admiración por la cantidad y un extraño deleite con el tacto. Te miro a los ojos y tú me hablas de una brújula enloquecida que una de tus alumnas encontró debajo de una roca, preguntas por el lugar de nacimiento de Noé. Te contesto:
—Qué voy a saber yo dónde nació Noé.
—Pues yo sé, por ejemplo, que Simón Bolívar era calvo. ¿Por qué no iba a saber usted donde había nacido el tipo éste?
—Pues sí. Seguí buscando. Alguien debe saber.
— ¿Te estás burlando de mí?
—No. Te admiro.
— ¡Qué me vas a admirar vos!
Noto perfectamente que has recibido con gusto el alago. Han caído tus pupilas justo después de dilatarse, juraría que se humedecieron tus párpados. Exagero, tú no lloras, tu rostro no llora. Y yo tampoco debería llorar. También mis ojos se han humedecido. Suspiro.

***

—Ahora qué hacemos.
—No sé, estamos jodidos. Yo no quería esto. No tenía nada para perder y todo iba a ser fácil, llevadero.
—Lo mejor sería llamar y decir adiós de una vez, y luego, al mal tiempo…
—Sí, sí, muy fácil. Estúpido.
—De lo dicho a lo hecho…
—Estúpido, no más refranes, no soy tan fácil.
—Ah, no, pues —y continúa con sarcasmo—, el tipo de la voluntad de hierro que se ha enamorado otra vez.
—Sí, me enamoré. Hasta la chimba.
—Si, a vos como que te queda fácil.
— ¿Qué vas a decir? ¿No estás enamorado también?
—Mi amor es el mar.
— ¡El mar y una mierda!
—Si no me he ido antes ha sido por tus frivolidades.
—Usted se las tira de muy poeta.
—Vos sos un pretencioso.
—Soy pretencioso, es cierto, y arrogante también, pero he dado mejores resultados. Vos, en cambio, te has pasado la vida regañando y a la hora de actuar me has dejado solo, o bien me has hecho compañía inútil.
—Yo no actúo.
— ¿Ves? Te creés poeta.
—Y tampoco busco resultados.
— ¿De qué vivís? ¡Por Dios!
— ¿Quién si no yo sacó la cara esta noche?
—Eso sí que son frivolidades.
—Sí, claro, frivolidades. Deberías agradecerme que saliera en tu auxilio cuando comenzaste a decirle estupideces a Martina. De no ser por mí, hace rato que estaríamos solos.
—Si por ti fuera no volveríamos a ver jamás a nadie.
—No puedo negarte que me atrae la idea.
—Siempre te ha atraído, pero no voy a permitírtelo, yo no quiero quedarme solo.
—No creo que puedas hacer mucho contra el tiempo. Hasta he llegado a creer que tú mismo terminarás por desear la soledad.
—Por esta vez voy a respetar el trato y nos vamos. Sin embargo, necesito que sepás que tenés que consolarme cuando me ponga nostálgico.
—Bastará con embriagarnos.
—No bastará. No sé bien por qué, pero presiento que no bastará.
—Ya lo veremos. Ella lo dijo muy claro: “serán muchos hoys”. ¿Si te acordás?
—No será suficiente.
— ¡Vos si sos vinagre!
— ¿Cómo así que vinagre?
—Sí, vinagre.
—Poeta de mierda.
—Clon.
—Siempre será mejor ser parecido, incluso igual, a uno que logra sobrevivir en este mundo de hormigas que pertenecer a la reducida población de imbéciles solos.
—Tú, que crees que hay quienes sobreviven, puedes creer en panfletos de los testigos de Jehová o incluso inventar cosas como la que acabas de decir. Y no quiero discutir, pero a mí se me hace que siempre nos estamos muriendo.
— ¿Cómo no? Pensando así ya estás muerto.
—Pensá bien; podés sobrevivir a los peores momentos que tu imaginación logre concebir; un naufragio, el mordisco de mil pirañas, el atropello de un camión, cosas se han visto, pero, ¿sobrevivir a la muerte? Excesos en tus pretensiones quizá.
—Sólo por que no pueda pensarlo no quiere decir que no exista.
—No, si yo no digo que no pueda pensarse. Lo que quiero decir es que no existe nadie que haya sobrevivido a la muerte.
— ¿Y Jesús?
—Es una muestra de que sí puede pensarse, pero en absoluto demuestra nada. Ahora, en cuanto a la palabra de Cristo, mis respetos. Y si expandiéramos el sentido de lo que estamos hablando quizá dijéramos que la supervivencia a la muerte ha ocurrido, en éste y otros hombres de la Historia, mediante la palabra. Comprende: nuestro camino es la muerte.
—El caso es que no se puede vivir como un muerto. Hay que parecerse, entonces, a los que creen que están vivos. Además, ¿Qué tiene que ver todo esto con Martina?
—Tú estás enamorado de ella y no del mar —como yo—, por eso ves en ella la vida y en la despedida la muerte. Yo veo en ella la vida y la vida también en el adiós. Esto, mi querido amigo, no es más que un síntoma de tu enfermiza manía de sufrir o gozar el resto de tu vida todos los días, según el ánimo con que te despiertes.
—Mª. Tienes razón. Igual estoy enamorado, igual estoy confundido, igual me duele la ausencia prematura, el ¿quépodríahabersidosi?
—Sí. Al fin y al cabo todo da igual.

***








































III


Ella sacará del cajón un sobre blanco, del sobre sacará treintaisiete hojas plegadas en tres partes iguales, se estremecerá, un pequeño miedo de que ya ninguna palabra le cause al menos una cosquilla en el estómago se apoderará de ella. Extenderá las hojas y comenzará a leer, casi de memoria.
Con cada palabra, la voz del capitán le parecerá más lejana, el tiempo pasado desde que leyera por primera vez aquella despedida le hará reparar en sus cicatrices y se preguntará después de alguna línea por el sentimiento que las impulsó. Quizá ya nada tenga vigencia, porque al leer se desgasta la ilusión y se impacienta la vida si alguna esperanza ronda todavía por ahí.
Antes de leer reparará en lo hermoso que le parece el suelo de su habitación, mirará por la ventana de su noveno piso, verá del otro lado de la calle la entrada de un edificio de ladrillos, entre dos palmas y, nítido aún desde lejos y con recia lluvia, podrá leer: “Refugio de conquistadores”. Entonces regresará a su cama, imaginará al capitán caminando por la playa, seguido de algún perro chandoso (de nombre Gaitán, por supuesto), recordará el beso entre las dos palmas del edificio y comenzará por fin a leer.

Medellín, Viernes 13 de Julio de 2007.
22:30 pm

Bonita:
¿Viste la fecha? Yo debo estar sentado, lo más seguro dormido. Y a vos te imagino leyendo esto mañana (con más calma). ¿Habrás sido capaz de llegar hasta aquí antes de que yo llegue a Bogotá? ¡Dios! Las horas y los días, la noches, todo. Baena lo dice: somos un prólogo. Un hermoso prólogo; prologal, gerundio y demente.
El verbo es difícil en ti, y sin embargo tú misma te conjugas, y me conviertes de alguna manera en el tiempo de tu conjugación. Me has vuelto un gerundio, te estoy amando.
No sé para dónde voy. Te confieso que soy un tipo perdido en muchos aspectos; que la vida se me presenta perezosa porque pierde sentido durante tramos muy largos. ¡Ah! Mi amor, ¿cuál es tu amor? “La música”; y entonces el sentido regresa, las palabras vuelven a rondarte como una nube de mosquitos, orbitando en tu rostro que no sufre. ¿Alargando la despedida otra vez? Sí.
Bonita, ¿a qué viniste? Yo no tenía nada que perder, ni siquiera estaba vivo. Tú llegaste con tus horas hermosas, y las mías pasaron por tu cuerpo como la falda blanca que vestías en Envigado, ceñidas a tu cintura, blancas y bailarinas. Y una vez cobró vida mi tiempo, la misma vida mía se encendió. Hoy me voy triste —“y tiritan, azules, los astros a lo lejos”—, pero me debo una larga explicación. Me voy a escribir, a sentarme a escribir. ¿Qué —pregunta le gente—? La verdad, no lo sé. Haberte conocido ha cambiado muchas de mis intenciones y me voy con la bendita tristeza de la que hablábamos; así que material afectivo para coquetearle a las musas tengo, al menos, como cuota inicial.
Y me separo de vos. Me voy. Vos cambias de casa, yo cambio de casa. Vos tendrás el “Refugio de conquistadores” con sus palmeras, las mismas palmeras que yo tendré. Allá está mi Sapzurro. Vos tenés el tuyo en el estómago, y también es mío. ¡Esparta fue tomada por Martina II, La Grande! ¡Sapzurro fue conquistado por David, el que cascó a Goliat! Eso, bonita, es la verdadera historia, la nuestra quiero decir.
Yo tendré una ilusión creciente y por supuesto una esperanza. Tendré recuerdos hermosos y desearé futuros de todas clases. Lloraré sentado en la punta del muelle, quizá toda la noche, y al amanecer, después de haberte amado en el mar y en las nubes que viajan saliendo del golfo de Urabá, regresaré a escribir abrumado por la soledad. (“Bonita, ¿dime qué cosa es voluble? La olas”).
Te ofrecí una tristeza. La aceptaste y ahora la padecemos. Las novedades de un amor que se sabe interrumpido próximamente han sido, por lo menos para mí, lo más cotidiano desde que nos conocimos. La tristeza se ha ido gestando y ha nacido con su propio analgésico. Nuestra tristeza, bonita, es una oportunidad hermosa. Volveremos a sentarnos debajo de un carbonero o un pimiento, se nos verá, se nos verá.
No faltará quién te pregunte por mí, te ruego que te inventes cada vez algo diferente. Diviértete diciendo que te llamé desde la Guajira, desde Sapzurro, desde Quito, desde Popayán… Sólo contigo tendré contacto, a no ser que me llegaras a pedir lo contrario. Bien sea por e-mail, bien por Messenger, bien por teléfono, bien por correo, bien por fax, bien te puedo mandar la razón, no importa, estaré pendiente de que me estés recordando (gerundio que se introduce en tus próximos meses).
Ya me imagino regresando, viéndote frente a al edificio Arizá, el día de las velitas. Tu rostro iluminado, tu pelo rojo, quizá liso como ayer, encendiendo una vela con otra, cuidadosamente, y de pronto levantando la mirada, cruzándola con la mía, recordando quizá el aula 305, un hombre vestido de azul, una mujer de pelo rojo y una mirada, un amor que no necesita renovarse porque nada le ha ocurrido. Y entonces saludaré a Julio Alejandro y a Luz marina y les responderé preguntas toda la noche mientras espero paciente el momento de repetirte algo que has oído de mí. ¿Ves? Ya estoy inventando futuros. Creo que no hay nada en el mundo que yo pueda hacer mejor. Creo que es ese, justamente mi mejor ofrecimiento; te invito, bonita, a que inventemos futuros juntos, diferentes todos los días, futuros desechables y reciclables. Y entretanto, tejemos un presente con pura imaginación, un presente de cuerpo y alma entregado al arte; pintar futuros, cantarlos, moldearlos, ceñirlos a nuestras cinturas, oírlos llegar al amanecer, recitarlos, verlos coserse de a poco con hilo verde y rojo, encerrarlos en tarritos de medicina para abrirlos de vez en cuando; en fin, bonita, vos que estás acostumbrada a pensar en el futuro, invéntame dentro de él, piénsalo conmigo. Es todo, no puedo ofrecer más, no puedo conceder los deseos que tus estrellas sí, por eso, pídeles tú por nosotros. Te confieso que esto, quiero decir, mi viaje, es un deseo que le pedí a una de esas estrellas nómadas.
No soy tan cristiano como tú, pero ya sabes, siento un gran afecto por el Hombre, así que te pido que leas: Primera carta de Juan, Capítulo 4, versículo 16 o 18. Así, mi querida bonita, es como yo conjugo el verbo “amar”. Leelo, por favor.
(Con impostado acento porteño): Oí nuestras canciones de vez en cuando, leé esto de vez en cuando, extrañame, soñá conmigo, buscame en los personajes de los libros, en las películas, en la calle, quereme con esperanza y sin miedo, pasaremos por nuestra calle sellada y quizá nos besemos celebrando el no ser ajenos.
Y ahora, un beso. Te quiero. Te estoy queriendo. Cap.

***

Apenas durmió tres o cuatro horas. Le dolía la espalda, la tercera y la cuarta vértebra. Se levantó y se arqueó hacia atrás mientras se masajeaba el lugar del dolor. Jamás desaparecerá, se dijo, o quién sabe, a lo mejor y mañana amanezco sin él. Sería digno de la revista Seleciones. No desaparecerá.
A menudo, cuando los dolores de espalda se agudizaban, Cuché le ofrecía pomadas que su madre fabricaba con aceite de coco y noni. Al capitán le parecían brujerías dignas del Medioevo, pero nunca las rechazaba. El olor dulce del ungüento le transportaba, siempre con la misma tersura, a la noche de los frascos, que comenzaba en el cuello de Martina con un aroma similar al del paliativo criollo que Cuché le untaba en la espalda.
El pequeño moreno no había llegado aún. Durmió poco; se quedó mirando por una ventana a su patrón, enloquecido en la punta del muelle gritando al mar sus penas e imitando un acento porteño que al muchacho le pareció más un género musical. Luego, acostado bocarriba en la cama, le pareció sentir una rata debajo del escritorio, se echó la sábana encima y oyó el grito del capitán: “aquí te amo y en vano te oculta el horizonte”. Cuché cayó dormido sintiendo la voz del capitán alejarse, como si gritara desde el velero. Soñó con las velas izadas, infladas y blancas que salían de la bahía entre la Punta del Faro y Cabo Tiburón. Él estaba en el extremo del muelle, llorando sin remordimientos, pensando que quizá era mejor continuar soñando con el mar en lugar de navegarlo. Alzó entonces la mano y la sacudió en el aire, orgulloso de que el velero flotara, orgulloso de su patrón, orgulloso de su capitán. “¡Adiós capitán! ¡Adiós! ¡Vaya con su mujer! ¡Buen viento capitán”. Sus ojos se humedecían, su vista se enturbiaba y nada le era doloroso.
El capitán fue a la cocina, sirvió jugo de tomate de árbol y puso a calentar agua para hacer el café. Pronto llegará Cuché, pensó, debería recoger leña antes de que empiece a llover otra vez. Mientras acuñaba unas astillas secas para avivar el fuego, Gaitán se le acercó y le mordió juguetón la rodilla derecha. El capitán se agachó para saludarlo. Lucía enfermo, decaído y olía a mortecina.
—Tuviste una noche bien revolcada mi querido Gaitán. Comé mejor, chandoso, que hoy vamos para el monte y te vamos a quitar ese perfumecito del diablo.
El perro cojeaba. Caminó hasta la sombra del mango, dio un par de vueltas y se echó sin reparar en las gallinas.
El capitán sirvió un café y lo dejó sobre la mesa cerca de la hamaca, regresó a la cocina para buscar cigarrillos y al abrir la gaveta metálica, oxidada por la inclemente brisa salina, vio el sobre blanco, casi plano, donde guardaba sus páginas preferidas desde que llegara a Sapzurro. Lo tomó. Era, sin duda alguna, una ocasión perfecta; todavía quedaba algo de la susceptibilidad de la noche anterior y aquello no podía desaprovecharse. Sólo tendría que fumar un poco mientras bebía el café: la medida exacta de las cuatro páginas que contenía el sobre. Se acostó en la hamaca y se balanceó hasta quedar a gusto con el vaivén. Sacó las páginas del sobre y vio como por primera vez aquellos trazos a lápiz, le parecieron frescos como el pescado doña Triny. Desplegó las hojas con delicadeza. Un hermoso murmullo inundó la mente del capitán, casi le parecía oír un coro de niños cantando en francés. Miró la fecha: “13 de Julio de 2007”. Era viernes, se dijo con un susurro desprovisto de nostalgia, era viernes y llovía.
En aquella ocasión, el capitán se había despedido por última vez de Martina. En la Terminal del Norte, justo antes de besarse por última vez, ella sacó el sobre de su bolso de cuero, cuyas solapas estaban estampadas con hermosas alas de águila, y se lo entregó al tiempo que rompía en llanto. ¡Cuánto le dolían ahora aquellos sollozos, aquella última imagen de la niña pelirroja que comprendía por vez primera que su amor sería sólo suyo y que estaría por siempre aferrada a la esperanza de no haber sido únicamente un hada de palo! Jamás lo fue.
El capitán, en su vaivén soporífero, con la taza de café humeante en una mano, las hojas de papel en la otra, comenzó a leer al tiempo que oía las olas regresar al mar después de humedecer la arena de la orilla.

***

Mamá la veía triste, pero no le decía nada, ante todo sentía por su hija un enorme respeto y sabía qué era lo que le afligía. De pronto Martina habló.
—Mami, no quiero ir todavía a la peluquería.
—¿Por qué? Mi vida, tienes cita a las tres.
Quería despedirse, quería decirle adiós. Sintió entonces que lo mejor era escribirle, además se lo había prometido. Se sentó en la mesa del comedor y escribió a lápiz sobre unas hojas blancas que tomó de la impresora. Terminada la carta, fabricó un sobre con otra hoja y sin releer metió las hojas en él. Una par de lágrimas se asomaron con timidez pero no brotaron. En el fondo le amaba y le partía el alma saber que se iría. Yo sé que vuelve, se consolaba mientras contenía el llanto, yo sé que vuelve. Era cierto que lo deseaba y también cierto que lo creía. Su cuerpo entero se iba con él, y el cuerpo de él se quedaba también con ella, metido un frasco con olor a vinagre o raspadura de chocolate.
—Mami. Vámonos para la peluquería.
Ella había escrito su despedida.

***

13 de Julio de 2007

“Me dijiste que te gustan las cartas. Pretendo escribirte una. Advierto que tendrá recatos hasta que el papel se vuelva lo suficientemente cómodo.
No quería escribirte. Tal vez porque no quiero que esto sea una carta de despedida. Razones obvias. No quiero que te estés yendo. Gerundio. No quiero que se cumpla la promesa que nos hicimos y ahora me quedé yo, en un lugar desconocido, en una casa nueva, mirando una tristeza descomunal acompañarme. Mi tristeza se parece al desaliento. Las piernas se me debilitan, el piso se hace más atractivo y empiezan a dolerme los dedos y los labios. Así me verán bajo los carboneros sin otro deseo que tenerte al lado, tomando tinto, jugando “me pido”, buscando esencias para llenar los frascos de cristal que aún están vacíos, contándome una historia, retándome, preguntándome, dejándome en silencio. Me vas a dejar triste y en silencio.
Evitaré la calle que sellamos. ¿Futuro…? Sí. No quiero pasar por la calle que enmarcan un beso Arrecife y un «pare» que alguien tachó. Prefiero que por ahí no pase el tiempo. La voy a ignorar. Esa calle esperará por vos. Ese trozo de ciudad y de mí. Es absurdo pensar que en seis meses nada ocurrirá, claro, pero me hago cargo de que por esa calle no pase Candela.
Me creaste. Te inventaste un cuento en donde una pelirroja, de mente enmarañada, se volvió Candela, se volvió Doctora, se volvió tuya. Siempre he dicho que soy una caja de colores, y vos elegiste, para pintarnos, los más bonitos. No soy yo. Es lo brillante que sos y es lo hermoso que sos. Es la magia que nos habita la que nos dio esta tristeza, esta herida. Dije que jamás había estado tan desnuda. Cierto. Nadie pregunta qué temo, qué sueño o qué quiero. Eso te pertenece a vos. Mis respuestas. He sido sincera, así que te llevas al mar un buen trozo de mí. Mis recuerdos sabor chocolate son tuyos. Además del cuerpo, claro está. Del cuerpo te llevas lo que te pertenece.
No quisiera decirte que me hiciste absolutamente feliz; mal tiempo el de ese verbo. Juro que ni siquiera mis más altas ambiciones alcanzaban un tango bajo la lluvia, un kilómetro de pasos deshechos por unas «buenas noches» y un beso, las campanas de la iglesia y la lluvia acompañando “turn your lights down low”, la noche de sentidos repartidos, la canela que me sacó lágrimas, las páginas de Gaitán, tu casa de día. No. Yo no suelo ser pretenciosa deseando amor. Y me hiciste amar. Yo hago barcos de papel hasta que alguno me lleve. Si quiere a Paris, si quiere al mar. Por eso aprendí. Por eso me enseñaste, para que algún día, una flota de papel nos vuelva a encontrar.
Yo mientras tanto leo León de Greiff, leo “bajo el volcán”, te leo, le doy comida al recuerdo. Así dentro de seis meses no haya nada que hacer o tengamos el viento a nuestro favor. Yo alimento el recuerdo porque sos el más bonito que tengo. Amar deja eso: bonitos recuerdos.
¿Sabés? Tengo miedo de que todo esto sea falso. Sea una ilusión, sean las páginas de un libro y nada más. He dicho que soy cobarde, no es mentira. Las relaciones me dan ganas de salir corriendo y esconderme en un baúl, y no fue así con vos. Le doy una explicación distinta cada día, pero todas vuelven al que no había sido nunca tan libre. Paradójicamente. Tan capaz de ser y punto. Espero, no sabes cuánto, que sea recíproco. A eso me refería cuando decía que estaba cómoda, tranquila, en calma, como dirías.
Vuelva. Váyase y vuelva. No sea parco y cumpla con su deber. Escriba. Derroche talento y vuelva. Nuestra tristeza lo vale. Vale el dolor, vale la pena, vale la herida. Yo le guardo un par de besos y un Dry Martini. Martina”.

***

Cuando Cuché llegó a la cabaña del capitán, lo vio dormido sobre la hamaca. Sobre el pecho tenía el sobre y las cuatro páginas, manchadas del café que se había derramado sobre la camisa estampada con el Ché Guevara y también sobre las hojas. La hamaca se balanceaba suavemente, Cuché se acercó para despertar al capitán. Jamás fue posible.
El capitán fue enterrado en Sapzurro según fue su deseo desde siempre. Cuché consiguió en el pueblo el dinero para mandar a hacer una lápida de cemento:

El Capitán.
1982-2007.
“El viento viene, el viento se va.
Por la frontera”

La misma noche en que fue enterrado, Gaitán, enfermo y desvalido, murió al pie de la lápida.
Al capitán lo lloraron tres personas: Cuché, su madre, y siete años después, con flores moradas en la mano y falda blanca, Martina.

IV


Al mediodía Martina entró a la habitación 808, el olor a marihuana, mezclado con tabaco y encierro le hizo pensar en Jaime. Los dos poetas estaban sentados frente a frente, separados por una mesita de cedro barnizado sobre la que se amontonaban vasos, botellas, copas y un cenicero abarrotado de colillas. Un hombre calvo sostenía una copa llena de vino y sonreía mientras le echaba a Martina una mirada escrutadora que a ella le pareció morbosa. A su lado, sobre varios volúmenes de pasta marrón, descansaba una mano huesuda con un cigarrillo entre los dedos índice y corazón. El otro, un tipo enorme de facciones latinas, hablaba por teléfono con un cigarrillo en la boca. Martina notó sin mucho entusiasmo que hablaba un bonito portugués con acento paulista, recurriendo a veces a expresiones en inglés cuando no encontraba las palabras precisas. Al notar su presencia, levantó las cejas con expresión de disculpa y Martina le contestó con una sonrisa de cortesía. «Mirá en las que me meto, Jaime, a vos te estaría pareciendo el comienzo de una noche fantástica, hermosa, en cambio a mí… claro que estando vos, abrazándome… pero no estás y este tipo habla mal el inglés».
Mientras se despedía, Martina notó que el hombre del teléfono era mucho más joven que el otro. Tenía cejas tupidas y negras, los ojos grises y un bigote mal cuidado que nada tenía que ver con su rostro bonachón y casi infantil. El otro estaba ensimismado, drogado hasta el alma. Sus ojos, enrojecidos y perdidos en la cortina de rombos, tenían el aire nostálgico de los poetas. «Todos son iguales», concluyó.
— ¿Tú eres Martina? —Preguntó con una duda sincera después de que colgó el teléfono y se dio vuelta para quedar frente al calvo y a Martina, que todavía no había pronunciado ni una palabra. Perdona, era mi esposa. ¿Estás casada?
«Si estuvieras oyendo a este viejo, Jaime, estarías muerto de la risa. Mira que preguntarme si estoy casada, y además tuteándome. Cualquiera que tenga tres dedos de frente, y al menos un ojo, vería a leguas que no estoy casada».
— No, señor, no estoy casada.
— Haces bien. Mi nombre es Milán, y él es el señor David Schutzen. Si mal no entiendo, debes hablar francés e inglés ¿me equivoco?
— No señor, no se equivoca.
— Por favor, llámeme Milán.
— Por favor, déjeme llamarlo señor.
— Está bien. Mira, él solo sabe hablar francés y hebreo, así que tendrás que traducirle a él en francés y a mí en español.
— Entendido, señor. Señor Schutzen, mi nombre es Martina y le serviré de intérprete frente al señor Milán —dijo en francés.
— Martina —repitió el viejo desde otro mundo. ¿Qué quiere decir tu nombre? ¿Estás casada?
— No.
Hablaba en francés con la misma claridad que Jaime le había conocido la noche en que bebieron hasta el cansancio en la casa de Ernesto Piedras. En aquella ocasión, después de un rato de sudores apremiantes y jadeos con olor a pachulí de canela, salieron al balcón y hablaron sin conversar mientras fumaban: ella en francés y él con impostado acento porteño. Martina solía evocar aquella noche con la fantasía propia de su niñez y era entonces cuando más cerca sentía el espectro del capitán. En realidad no tuvieron de qué hablar porque en la cama se habían dicho todas las palabras que sabían y sus vocabularios estaban agotados. Sin embargo, para Jaime, que nada entendía de francés, los lamentos de Martina no eran lamentos sino simplemente la hermosa voz de su mujer. Tampoco aquellos dos poetas tenían de qué hablar. Martina había notado que ella misma se convertía en un tema de conversación que lubricaba sus tertulias hasta que se tomaban confianza para hablar de sus libros, de sus países, de sus esposas, del dinero y al final de fútbol. Mientras ella traducía algunos versos que Milán le leía de uno de los libros de pasta marrón, el capitán estaba sentado debajo de una Ceiba, escribiendo un jirón de reminiscencia sobre un cuaderno de hojas amarillas. Pese a la insistencia del señor Milán, Martina no recibió nada más que una copa de vino y luego un vaso de agua con gas. Cuando tenía la certidumbre de que pronto acabaría aquella entrevista, Schutzen sacó de su pantalón de dril azul una bolsita con unos cigarrillos sin filtro. Martina comprendió inmediatamente que su día de trabajo apenas estaba despertándose y tuvo la impresión de que no resistiría. «Dos poetas trabados; no hay francés que resista tanto», pensó desconsolada. Sin embargo, la conversación fútil en que se había visto inmersa desde que el señor Milán había colgado el teléfono fue mutando de a poco en una interesante tertulia que logró despertar la curiosidad de la intérprete y alejó su imaginación de las playas desconocidas de Sapzurro.